SANTO DOMINGO. Tony Fernández se siente un privilegiado que no quiere quedarse con lo que ha aprendido en el salto de vida que su talento le dio, al sacarlo de la miseria en un ingenio petromacorisano al lujo de Norteamérica. Y el blindaje que trata de poner la industria del béisbol a su principal activo (los jugadores) le ha abierto la oportunidad para transmitir con toda la autoridad su experiencia para evitar los “desenfoques”.
Fernández es un consejero, al que los jugadores escuchan, al que hacen el saludo como si fuera un general en el campo militar o policíaco. En un ambiente cargado de egos alimentado por toneladas de dólares en contratos y en el que los reconocimientos se suceden, se requiere de un currículo a la altura, para que su voz active oídos, y los cuatro Guantes de Oro y cinco Juegos de Estrellas de “Cabeza” lo convierten en una voz autorizada. Una condición de la que no abusa.
“Para bregar con esos muchachos a esta altura de juego con este sistema hay que venir con un corazón de papá, coach-padre, porque de lo contrario no te escuchan. La vara y el látigo ya no funcionan como lo hicieron con nosotros, hay que conducirlo de otra manera. Cuando tú les hablas de esa manera te escuchan, te ven como un padre”, dice Fernández, que realiza esas funciones con los Tigres del Licey.
Durante tres años (2012-2014) trabajó con los Rangers de Texas en esas funciones, una que incluyó tratar a Josh Hamilton en la mejor campaña que el bipolar jugador ha agotado (2012). Levantar una iglesia en la que los jugadores, sus familiares y allegados puedan visitar, figura en su agenda.
Define a Hamilton como un chico “cómodo de trabajar, te escucha y sus creencias cristianas ayudan en su disciplina. Me fue fácil trabajar con él”.
“Es como si estuviera dirigiendo, pero de una perspectiva diferente, sin el uniforme y como predicando sin tener que ponerte un traje. Es una gran satisfacción cuando vienen donde ti a pedir un consejo, uno lo relaja, un rompe hielo y luego le da la palabra. Eso lo hace más receptivo”, dice Fernández, profesante de la fe cristiana por más de tres décadas.
De 53 años y dueño de una de las manos más seguras en el campo corto que el béisbol haya visto, el mayor trabajo de Fernández está con los jugadores jóvenes, esos prospectos más vulnerables en perder el enfoque, en ponerles los pies en la tierra, y hacerles entender que sus cotizaciones no son garantías de jugar a diario y que sus rivales pueden ser tan buenos como ellos.
“A veces es complicado, los jóvenes tienen que lidiar con el orgullo, nosotros aprendemos a luchar con eso. Hay que tener un corazón de padre, eres luz en medio de las tinieblas. Los conduces a entender que también los dirigentes y los coaches son seres falibles, pero que tienen un trabajo que hacer”, dijo Fernández, un bateador de .288 con 2,276 incogibles en 17 temporadas entre Toronto, San Diego, Mets, Yanquis, Rojos, Cleveland y Milwaukee.
Según Baseball Reference, en su carrera acumuló 45 carreras sobre jugador reemplazo (WAR), apenas cinco menos que las que tiene David Ortiz. Ganó la Serie Mundial de 1993 con los Blue Jays.
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