Ya está aquí. Después de 25 años de tortuosa trayectoria reguladora, el salmón transgénico para consumo humano ha recibido la aprobación de la agencia de seguridad alimentaria estadounidense (FDA) y ya nada obsta para que figure en los menús de aquel continente. Se trata de un verdadero monstruo marino, capaz de crecer al doble de velocidad que su ancestro natural y de alcanzar en solo 18 meses la talla que al otro le lleva tres años conseguir. ¿Da miedo? No debería.
Los alimentos transgénicos suscitan un amplio rechazo, sobre todo en Europa, por antinaturales, potencialmente invasivos de los ecosistemas, peligrosos para la seguridad alimentaria y obra de un tipo de industria biotecnológica a la que muchos ven como intrínsecamente sospechosa. Ninguno de estos argumentos, sin embargo, viene avalado por la mejor ciencia disponible.
Muy pocos alimentos pueden presumir de ser naturales. La agricultura y la ganadería que alimentan al mundo son el producto de 10.000 años de manipulación de la naturaleza, domesticación repetida de especies, hibridaciones entre géneros diversos y selección intensiva para adecuar todas esas obras de Dios a las necesidades de consumo de los hombres.
Salvo que uno se alimente de las raíces que tira al suelo el sabio de delante, como en la fábula, hará mejor en suponer que nada de lo que come es natural. Tampoco el peligro de que el monstruo se escape al campo y genere una escabechina ecosistemática es una novedad de los alimentos transgénicos. Basta darse una vuelta por la Casa de Campo de Madrid para comprobar la que ha liado allí la cotorra verde argentina, una especie prolífica, ruidosa e invasiva que, aparentemente, tiene intactos todos los genes que le otorgó el Señor. Tampoco tienen genes manipulados las especies que han diezmado la fauna australiana, ni las cabras que se han comido la flora de las islas Galápagos.
Si algo cabe decir del salmón transgénico a este respecto es que, por una vez, sus introductores se han tomado bien en serio el riesgo de escape. Los nuevos peces de diseño no se crían en mar abierto, ni siquiera en piscifactorías convencionales, sino en unos estanques horadados en la tierra firme de la isla del Príncipe Eduardo y de Panamá, rodeados de múltiples barreras físicas redundantes y vigilados por unas patrullas de guardias y de perros que no se usarían ni para confinar al tiranosaurio rex. Esto no asegura al 100% que el bicho no se escape —“la vida siempre halla su camino”, como decía el matemático agorero de Parque Jurásico—, pero desde luego lo va a tener más difícil que las cabras de las Galápagos.
Las dudas sobre la seguridad alimentaria tampoco son muy sólidas, porque el salmón ha sido modificado para aumentar la actividad de su hormona del crecimiento, pero su carne no tiene nada que no tenga la de su colega natural. Y las sospechas genéricas que pesan sobre la industria biotecnológica nunca se suscitan cuando se trata de producir un medicamento que alivie el sufrimiento humano. Pruebe el salmón transgénico cuando viaje a Norteamérica. En Europa no podrá, por el momento.
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