martes, 1 de marzo de 2011

EL SUPLICIO

POR ALBERTO PEREZ
En el umbral de sus atribulaciones, ¡helo ahí! Aquel hombre cavilando, sentado en el quicio de la ventana que daba hacia el conuco que por demás sólo tenía el nombre, no había nada que se pudiera llamar cosecha, porque la naturaleza le había negado el derecho de hacer parir aquel pedazo de tierra que había heredado de sus antepasados, quienes se radicaron en ella cuando hace ya mucho tiempo, emigraron desde la frontera, huyendo de la guardia que utilizaban los gobiernos dictatoriales.
Al paso del tiempo, Olegario; que era un hombre entrado en años, había quedado solo con Blasina su mujer, la cual le dio su único hijo Ramoncito; pero es ahí que la vida continúa golpeando su existencia cada día más. ¡Blasina murió de parto!... Por lo que desde ese momento tuvo que ingeniárselas solo para criar a Ramoncito, atravesando por horribles cosas como: deudas de todo tipo, enfermedades, hambre...
Vivía sin tiempo y sin comunicación, para saber la hora, se fijaba en la posición del sol, y la luna le enseñaba cuándo debía sembrar y cuándo podía cosechar lo poco que se daba en el conuco.
Eran aproximadamente las doce del medio día, cuando entró apresurado Ramoncito.
- Papá, Papá – llamaba.
- ¿Qué te pasa? - preguntó sobresaltado el padre.
- Faustino el alcalde, viene esta tarde a traerle un mensaje – contestó el muchacho.
- ¿A mí? - preguntó sorprendido.
- Sí, lo vi en el paso del arroyo y me dijo que le avise – respondió Ramoncito.
Contrariado, el viejo se sentó en una silla tejida de hojas de palma y pensó mil cosas, pensó en los puntos negros de los últimos gobiernos, en la mano invisible que solo protege a los ricos.
- “Pal pobre no hay vida” – murmuró.
- “Eto no me güele a na bueno” – se habló a sí mismo.
Toda la tarde la pasó nervioso, esperando, y al ponerse el sol.
- ¡Creí que no venía! - exclamó, ofreciendo asiento y una sonrisa amable.
- ¿Qué lo trae por acá don Faustino ?...
Varias veces hizo la misma pregunta, porque el alcalde apreciaba mucho al viejo y le apenaba en su interior darle el mensaje, cuando se decidió, de repente y bruscamente dijo:
-Entregue esa tierra al gobierno – expresó el alcalde al tiempo de entregarle un documento judicial dándole diez días de plazo para que se marche.
- ¿Mi tierra?- preguntó tímido.
- Si, esa misma – contestó Faustino.
El infeliz palideció y se estremeció al oír aquellas palabras pronunciadas por el alcalde pedáneo.
- “Y de aquí pa dónde voy, si no tengo a nadie” – dijo, bajando la cabeza humildemente triste.
Siete días estuvo sin pegar los ojos y faltando tres para el desalojo, llamó a Ramoncito quien ya había cumplido los doce años de edad pero estaba inocente de todo.
- Tenga sus cosas y váyase donde su padrino Marmolejos, entréguele este papel y dígale que va de mi parte – ordenó.
- Váyase ahora mismo...
- Sí, respondió el niño, al tiempo de ponerse en marcha.
- “Sión papá” – se le oyó decir.
- Dios me lo bendiga y me lo críe “pal cielo mijo”.
Y aquel hombre entró en la habitación de su rancho donde dormía, en su rostro se dibujaba una amarga sonrisa que expresaba en forma indescriptible la miserable situación espiritual que padecía impotente aquel ser, que como a la mayoría, el gobierno le negó el derecho de existir.
De pronto, vio algo en el rincón del cuarto que anidó en su mente la solución definitiva de todos los males que atribulaban su alma, aquella soga vieja de majagua la utilizaba en ocasiones para maniatar su única vaca flaca, que antes de morir de hambre le sacaba una o dos botellas de leche.
Cumplido el plazo dado para el desalojo, con un aire caliente y mal aliento, aparecieron de repente las gentes del gobierno, era un día caluroso y lleno de una humillante tristeza.
- Tumben el rancho – se oyó una orden, al tiempo de que el tractor aplanaba el viejo conuco y tumbaba las alambradas antiguas.
En el rancho seguía la destrucción, destrucción que viene desde lo más profundo de una sociedad mal distribuida, causada por la ambición de aquellos que empujan a los más débiles al suplicio que padeció Olegario hasta llevarlo al lugar donde fue encontrado su cuerpo inerte y putrefacto, colgando de una viga de su rancho.

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